miércoles, 27 de julio de 2016

LA MESA EL BURRO Y EL PALO


 Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra. Como la
 cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban los hijos, por turno. Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volverse, le preguntó: "Cabra, ¿estás satisfecha?" a lo que respondió el animal:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"Entonces vámonos a casita," dijo el muchacho, y, cogiéndola por la soga, la llevó al establo, donde la dejó bien amarrada. "¿Qué," preguntó el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el chico. "Tan harta está, qué no le cabe ni una hoja más." Pero el padre, queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que replicó la cabra:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Qué me dices!" exclamó el sastre, y, volviendo arriba precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media: "¡Embustero! Me dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre." Y, encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa.

Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen lugarcito, en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la cabra se hinchó de comer, dejándolo todo pelado.

Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó: "Cabrita, ¿estás harta?" A lo que replicó la cabra:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"¡Vámonos, pues!" dijo el muchacho, y, llegados a casa, la ató al establo. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!"-respondió el chico. Tan harta está, que no le cabe una hoja más." Pero el sastre, no fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y contestó la cabra:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Truhán! ¡Desalmado!" exclamó el sastre. "¡Mira que hacer pasar hambre a un animal tan manso!" Y, subiendo las escaleras de dos en dos, echó a palos al segundo hijo.

Tocóle luego el turno al tercero, el cual, queriendo hacer bien las cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó a la cabra pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que respondió la cabra:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"¡Pues andando, a casa!" Dijo el mocito, y, conduciéndola al establo, la ató sólidamente. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el muchacho. "Tan harta está que no le cabe una hoja." Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y el bellaco animal respondió:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Pandilla de embusteros!" gritó el sastre. "¡Tan mala pieza y tan desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no volveréis a burlaros!" Y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma que lleva el diablo.

Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente bajó al establo y, acariciándola, le dijo: "Vamos, animalito mío, yo te llevaré a pacer." Y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las cabras-. Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar -le dijo, y la dejó pacer hasta la puesta del sol. Entonces le preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y ella respondió:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"Pues vámonos a casa," dijo el sastre, y, llevándola al establo, la dejó bien sujeta. Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle: "¿Has quedado ahíta esta vez?" La cabra, empero, repitió, incorregible:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo. "¡Aguarda un poco," vociferó, "ingrata criatura! Echarte es poco. ¡Voy a señalarte de modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre honrado!" Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y, después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela lisa como la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma que lleva el diablo.

El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza. Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero. El mayor había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían: "¡Mesita, cúbrete!," inmediatamente quedaba cubierta con un mantel blanco y limpio, y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y asados, y con un gran vaso, de vino tinto, que alegraba el corazón. El joven oficial pensó: "Con esto me basta para comer bien durante toda mi vida." Y emprendió su camino, muy animado y contento, sin inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y, colocándola delante de sí, decía: "¡Mesita, cúbrete!," y en un momento tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer. Al fin, pensó en volver a casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el posadero le sirviese de comer. - No -respondió el ebanista-, no quiero privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os invita. Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y dijo: "¡Mesita, cúbrete!," e inmediatamente quedó llena de manjares, tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos, y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio. - ¡A servirse, amigos! -exclamó el ebanista, y los invitados, al ver que la cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente era sustituida por otra igual y repleta. El posadero lo contemplaba todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros pensaba: "¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!" El carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada la noche, hasta que, al fin se fueron a dormir, y el joven artesano se retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja muy parecida a la mágica, y así, bonitamente, fue callandito a buscarla y la trocó por la otra. A la mañana siguiente, el carpintero pagó el importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en que no era la auténtica, reemprendió su camino. A mediodía llegó a casa de su padre, quien lo recibió con los brazos abiertos. - Y bien, hijo, ¿qué has aprendido? -preguntóle. - Padre, me hice ebanista. - Buen oficio -respondió el viejo-. ¿Y qué has traído de tus andanzas por el mundo? - Padre, lo mejor que traigo es esta mesita. El sastre la miró por todos lados, y luego dijo: - Pues no parece ninguna cosa del otro jueves; es una vulgar mesita, vieja y mala. - Pero es una mesita encantada -replicó el hijo-. Cuando la coloco en el suelo y le mando que se cubra, inmediatamente se llena de unos manjares tan sabrosos, con el correspondiente vino, que el corazón salta de gozo. Invitad a todos los parientes y amigos, que vengan a sacar el vientre de penas; veréis cuán satisfechos los dejará la mesa. Reunida que estuvo la concurrencia, el mozo instaló la mesa en la habitación y dijo: " ¡Mesita, cúbrete!." Pero la mesa no hizo caso y quedó tan vacía como una vulgar mesa de las que no atienden a razones. Entonces se dio cuenta el pobre muchacho de que le habían cambiado la mesa, y sintióse avergonzado de tener que pasar por embustero. Los parientes se rieron en su cara, regresando tan hambrientos y sedientos como habían venido. El padre acudió de nuevo a sus retazos y a sus agujas, y el hijo colocóse como oficial en casa de un maestro ebanista.

El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió la profesión de molinero. Terminado su aprendizaje, díjole su amo: - Como te has portado bien, te regalo un asno muy especial, que ni tira de carros ni soporta cargas. - ¿Para qué sirve entonces? -preguntó el joven oficial. - Escupe oro -respondióle el maestro-. No tienes más que extender un lienzo en el suelo y decir: "¡Briclebrit!," y el animal empezará a echar piezas de oro por delante y por detrás. - ¡He aquí un animal maravilloso! -exclamó el joven, y, dando las gracias al molinero, se marchó a correr mundo. Cuando necesitaba dinero no tenía más que decir a su asno. "¡Briclebrit!," y enseguida llovían las monedas de oro, sin que él tuviese otra molestia que la de recogerlas del suelo. Dondequiera que fuese no se daba por satisfecho sino con lo mejor. ¡Qué importaba el precio, si tenía siempre el bolso lleno! Cuando ya estuvo cansado de ver mundo, pensó: "Debo volver a casa de mi padre; cuando me presente con el asno de oro, se le pasará el enfado y me recibirá bien." Sucedió que fue a parar a la misma hospedería donde su hermano había perdido la mesita encantada. Conducía él mismo el asno del cabestro; el posadero quiso cogerlo para ir a atarlo; pero no lo consintió el joven: - No os molestéis, yo mismo llevaré mi rucio al establo y lo ataré, pues quiero saber dónde lo tengo. Al posadero parecióle aquello algo raro, y pensó que un individuo que se cuidaba personalmente de su asno no sería un cliente muy rumboso; pero cuando vio que el forastero metía mano en el bolsillo y, sacando dos monedas de oro, le encargaba que le preparase lo mejor que hubiera, el hombre abrió unos ojos como naranjas y se apresuró a complacerlo. Después de comer, al preguntar el joven cuánto debía, creyó el hostelero que podía cargar la mano y pidióle dos monedas más de oro. El viajero rebuscó en el bolsillo, pero estaba vacío. - Aguardad un momento, señor fondista -dijo-, voy a buscar oro. Y salió, llevándose el mantel. El otro, intrigado y curioso, escurrióse tras él, y como el forastero se encerrara en el establo y echara el cerrojo, miró por un agujero. El forastero extendió el paño debajo del asno y exclamó: "¡Briclebrit!," e inmediatamente el animal se puso a soltar monedas de oro por delante y por detrás, que no parecía sino que lloviesen. - ¡Caramba! -dijo el posadero-, ¡pronto se acuñan así los ducados! ¡No está mal un bolso como éste! El huésped pagó la cuenta y se retiró a dormir, mientras el posadero bajaba al establo sigilosamente y se llevaba el asno monedero, para sustituirlo por otro. A la madrugada siguiente partió el mozo con el jumento, creyendo que era el "del oro." Al llegar, a mediodía, a casa de su padre, recibiólo éste con gran alegría. - ¿Qué ha sido de ti, hijo mío? - Pues que soy molinero, padre -respondió el muchacho. - ¿Y qué traes de tus andanzas por el mundo? - Nada más que un asno. - Asnos no faltan aquí; mejor hubiera sido una cabra -replicó el padre. - Sí -observó el hijo-, pero es que mi asno no es como los demás, sino un "asno de oro," basta con decirle: "¡Brielebrit!," y enseguida os suelta todo un talego de monedas de oro. Llamad a los parientes, voy a hacerlos ricos a todos. - Esto ya me gusta más -dijo el sastre-; así no necesitaré seguir dándole a la aguja -y apresuróse a ir en busca de los parientes. En cuanto se hallaron todos reunidos, el molinero los dispuso en circulo y, extendiendo un lienzo en el suelo, fue a buscar el asno. - Ahora, atención -dijo primero, y luego: "¡Briclebrit!"-; pero lo que cayeron no eran precisamente ducados, con lo que quedó demostrado que el animal no sabía ni pizca en acuñar monedas, arte que no todos los asnos dominan. El pobre molinero puso una cara de tres palmos; comprendió que le habían engañado y pidió perdón a los parientes, los cuales hubieron de marcharse tan pobres como habían venido. Al viejo no le quedó otro remedio que seguir manejando la aguja, y el muchacho se colocó de mozo en un molino.

El tercer hermano había entrado de aprendiz en el taller de un tornero, y, como es oficio difícil, el aprendizaje fue mucho más largo. Sus hermanos le dieron cuenta, en una carta, de lo que les había sucedido y de cómo el posadero les había robado sus mágicos tesoros la víspera de su llegada a casa. Cuando el muchacho hubo aprendido el oficio, el maestro, en recompensa por su buen comportamiento, le regaló un saco, diciéndole: - Ahí dentro hay una estaca. - El saco puedo colgármelo al hombro y me servirá -dijo el mozo-, pero, ¿qué voy a hacer con el bastón? No es sino un peso más. - Voy a explicártelo -respondióle el maestro-. Si alguien te maltrata o te busca camorra, no tienes más que decir: "¡Bastón, fuera del saco!," y enseguida lo verás saltar y brincar sobre las espaldas de la gente, con tanto vigor y entusiasmo, que en ocho días no podrán moverse. Y no cesará el vapuleo hasta que le grites: "¡Bastón, al saco!." Diole las gracias el joven y se marchó con el saco al hombro; y cada vez que alguien le buscaba el cuerpo, con decir él: "¡Bastón, fuera del saco!," ya estaba éste danzando y cascando las liendres al ofensor o a los ofensores, y no paraba hasta que no les quedaba casaca o jubón en la espalda, y con tal ligereza, que pasaba de uno a otro sin darles tiempo de apercibirse. Un anochecer, el joven tornero entró en la hospedería donde sus hermanos habían sido víctimas del consabido engaño. Dejando el saco sobre la mesa, el joven se puso a explicar todas las maravillas que había visto en sus correrías. - Sí -dijo-, ya sé que hay mesas encantadas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, muy buenas todas ellas y que me guardaré muy bien de despreciar, pero nada son en comparación con el tesoro que yo me gané y que llevo en el saco. El hostelero aguzó el oído. "¿Qué diablos podrá ser?," pensó. "De seguro que el saco estará lleno de piedras preciosas. Tendré que pensar en la manera de hacerme con él, pues las cosas buenas van siempre de tres en tres." Cuando le vino el sueño, el forastero se tendió sobre el banco, poniéndose el saco por almohada. El mesonero, en cuanto lo creyó dormido, se le acercó con sigilo y se puso a tirar cauta y suavemente del saco, con la idea de sacarlo y sustituirlo por otro. pero aquello era lo que estaba esperando el tornero, y cuando el fondista tiró un poco más fuerte, gritó: "¡Bastón, fuera del saco!." Inmediatamente salió la estaca y se puso a medir las costillas al posadero con tanto vigor que daba gusto verlo. El hombre pedía compasión, pero cuanto más gritaba, más recios y frecuentes caían los palos, hasta que, al fin, dieron con él en tierra, extenuado. Dijo entonces el tornero: - Si no me entregas ahora la mesita mágica y el asno de oro, empezaremos de nuevo la danza. - ¡Enseguida, enseguida! -exclamó el posadero con voz débil-; todo os lo daré, con tal que encerréis este duende. - Me portaré con clemencia -dijo el joven-; pero que te sirva de lección-. Y gritando: "¡Bastón, al saco!," lo dejó en paz.

El tornero se marchó a la mañana siguiente, en posesión de la mesita encantada y del asno de oro, y tomó la ruta de la casa paterna. Alegróse el sastre al verlo, y le preguntó qué había aprendido por el mundo. - Padre -respondióle el muchacho-, he aprendido el oficio de tornero. - Un oficio de mucho ingenio -declaró el padre-. Pero, ¿qué traes de tus andanzas? - Algo de gran valor, padre -respondió el mozo-; una estaca en un saco. - ¡Qué! -exclamó el viejo-. ¡Una estaca! ¡Pues sí que valía la pena! Aquí puedes cortar una en cada árbol. - Pero no como ésta, padre. Si le digo: "¡Bastón, fuera del saco!," salta de él y arma con el malintencionado una danza tal, que lo pone como nuevo, y no cesa hasta que el otro pide misericordia. Mirad, con esta estaca he recuperado la mesa encantada y el asno de oro que aquel ladrón de posadero robó a mis hermanos. Llamadlos a los dos e invitad a todos los parientes; les daré de comer y beber y les llenaré los bolsillos de ducados. El viejo sastre convocó a los parientes, aunque no sentía gran confianza. Entonces, el tornero tendió una tela en el suelo de la habitación y, trayendo el asno de oro, dijo a su hermano segundo: - Anda, hermano, entiéndete con él. Dijo el molinero: "¡Briclebrit!," e inmediatamente empezó a caer un verdadero chaparrón de ducados, y el asno no cesó de soltarlos hasta que todos hubieron recogido tantos que ya no podían con ellos. (¡Ah, pillín, lo que te habría gustado estar allí!). Después, el tornero instaló la mesa y dijo al carpintero: - Hermano, ahora es tu turno -. Y no bien dijo el otro hermano: ­"¡Mesita, cúbrete!," cuando ésta viose llena de fuentes y platos magníficos. Celebraron entonces un banquete tal como el buen sastre jamás viera en su casa, y toda la parentela permaneció reunida hasta la noche, en plena fiesta y regocijo. El sastre guardó en un armario agujas e hilos, varas y planchas, y vivió en adelante en compañía de sus hijos en paz y felicidad.

Pero, a todo esto, ¿qué se había hecho de la cabra que tuvo la culpa de que el sastre expulsara de casa a sus tres hijos? Pues voy a contároslo. Avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la madriguera de una zorra. Al regresar ésta a su casa vio que desde la oscuridad del cubil la miraban dos grandes ojos centelleantes, y huyó la mar de asustada. Se topó con ella el oso, que, al verla tan azorada, le preguntó: - ¿Qué te pasa, hermana zorra, que pones esta cara de susto? - ¡Ay! -respondió la zorra-, en mi madriguera se ha metido un monstruo y me ha asustado con sus ojos como ascuas. - ¡Bah!, pronto lo echaremos -dijo el oso, y acompañó a la zorra hasta su guarida; al llegar, miró al interior; pero al ver aquellos ojos de fuego, entróle a su vez el miedo y, no queriendo habérselas con el fiero animal, puso pies en polvorosa. Topóse con la abeja, la cual, observando que no las tenía todas consigo, dijo: - Oso, pareces cariacontecido. ¿Dónde has dejado tu buen humor? - Es muy fácil hablar -replicó el oso-. El caso es que en la cueva de la pelirroja hay un animal feroz, de ojos de fuego, y no sabemos cómo echarlo. Dijo la abeja: - Me das lástima, oso. Yo soy un pobre ser débil al que ni consideráis digno de vuestras miradas, y, sin embargo, creo que podré ayudaros. Y, volando a la madriguera de la zorra, posóse en la cabeza pelada de la cabra, y le clavó el aguijón con tanta furia, que ésta salió de un brinco, gritando: "¡beee, beee!," y echando a correr como loca. Y ésta es la hora en que nadie ha oído hablar más de ella
DE LEÑADOR A MEDICO

En una humilde choza del bosque, vivía un malgeniado leñador con su mujer, a quien hacía constantemente víctima de su mal humor, llegando al extremo de golpearla duramente.
La buena compañera soportaba todo con santa resignación, pensando que algún día cambiaría el mal genio de su esposo, Pero aburrida ya de este estado de cosas que no cambiaba, un día pensó ella: 
- Tengo que vengarme de este indolente.
Y, desde entonces, andaba buscando la ocasión para devolver a su marido los palos que cotidianamente le propinaba.

Sucedió, una vez, que en el palacio del rey hubo una gran conmoción, Había sucedido que la hija del monarca, una niñita traviesa y juguetona, de siete años, se tragó un pequeño aro de oro.
Todos los médicos de palacio fueron llamados para dar los primeros auxilios a la niña. Pero, por más intentos y esfuerzos que hicieron, no consiguieron extraerle el aro de la garganta.
Como la niña mostraba síntomas de asfixia, la desesperación del rey llegó al máximo y, viendo que sus médicos nada podían hacer por salvar a su querida hijita, mandó encarcelarlos. V luego envió emisarios por todo su imperio para buscar un médico que supiera salvar a su pequeña.
Dos comisionados pasaron por la cabaña de nuestro leñador, y viendo a la mujer de éste sentada a la puerta, le contaron el encargo que les había confiado el rey.
- Yo os puedo ayudar -dijoles la mujer, que había visto la oportunidad de vengarse de su cruel marido- 
Soy la esposa de un sabio médico, que se ha retirado a estas soledades con el fin de descansar. Por eso, para que nadie lo moleste, niega siempre su profesión; pero dándole unos cuantos golpes, no tardará en declarar quién es. El sólo podrá salvar a la princesita, pues es especialista en extraer cuerpos extraños de la garganta
.
Cuando vino a la cabaña el leñador, los dos comisionados del rey le solicitaron que se sirviera acompañarlos a palacio para salvar a la princesita de morir asfixiada.
- ¡Yo no soy médico! -repuso, asombrado, el leñador.
Entonces, los dos emisarios reales, siguiendo los buenos consejos de la esposa del que creían médico, comenzaron a darle de palos, hasta que el pobre hombre tuvo que confesar que era médico, con el fin de librarse de la soberana paliza.
Llegados todos al palacio real, fueron introducidos, sin demora, al aposento de la princesita. Una vez allí, el leñador volvió a protestar:
- Aquí hay un error; ¡yo no soy médico!
Con lo que no consiguió más que otra, buena tunda, que lo hizo gritar:
- ¡Basta! ¡Yo sanaré a la niña!
Como no entendía nada de medicina, no se le ocurrió otra cosa que dar saltos y cabriolas, pero con tanta gracia, que la princesita, riéndose a carcajadas, arrojó el aro de su garganta.
- Sois un médico muy sabio -le dijo el rey-. Pero voy a someteros a una nueva prueba. Si salís triunfante de ella, os llenaré de riquezas.
Entonces el rey mandó traer a todos los enfermos de palacio, y dijo al leñador:
- Cúralos y te daré un cofre lleno de oro. Pero, si fracasas, morirás ahorcado.
Al leñador se le ocurrió una buena idea, y dijo al soberano que lo dejara solo con los pacientes. Ya solo, dijo:
- Tengo un buen remedio que los sanará; pero necesito las cenizas de una persona que haya sido quemada viva ...
Uno de vosotros será sacrificado en bien de los demás...
Y a cada paciente les fue preguntando si quería sacrificarse. Pero ellos, muertos de miedo, salían gritando de la habitación: “¡Ya estoy curado!”. 
El rey, viendo que todos habían sanado, entregó el oro prometido. Y el leñador, superada su pobreza, no volvió a tener mal genio ni a pegar a su mujer.
LA RATITA MUJER


Cuando un honrado labrador musulmán trabajaba en su huerta, vio a sus pies una ratita que dejó caer un cuervo.

El hombre llevó a la ratita a su casa; pero temeroso de que se comiese su trigo, pidió al Profeta que la transformase en una joven, pedido que le fue concedido. Diose cuenta que la joven se iba haciendo cada vez más bella y, viéndola apta para casarla, le dijo:

— Elige en la Naturaleza al ser que quieras, y yo te prometo casarte con él.
— Quiero un esposo tan fuerte, que sea invencible.

El labrador se puso a meditar sobre cuál sería el ser más fuerte, y dedujo que no podía ser otro que el Sol, ya que él es fuente de vida y salud. Fue donde él y le habló:

— Querido Sol: mi ahijada desea por esposo un ser invencible. ¿Quieres casarte con ella?
— Gustoso lo haría —dijo el Sol—, porque la joven es buena y linda; pero, es el caso que mi poder no es tan grande como te imaginas. La Nube se me pone delante y les quita a mis rayos su fuerza.

El labrador fue, entonces, en busca de la Nube: Le dijo:
— Amada Nube, mi ahijada desea por esposo un ser invencible. ¿Quieres casarte con ella?
— De mil amores lo haría —contestó la Nube—, pues la joven es buena y hacendosa y me llevaría toda el agua que necesito; pero no soy tan fuerte como parezco, pues el Viento me zarandea a su gusto.

El labrador fue, entonces, donde el Viento y le dijo:
— Querido Viento, mi ahijada desea casarse con un ser invencible. ¿Quieres casarte con ella?
— ¡Qué más quisiera yo! —Exclamó el Viento—. La joven es buena y hacendosa y no dejaría un instante de darle a los fuelles; pero tengo un enemigo que siempre me vence.

Cuando más activo avanzo por el espacio, me sale la Montaña, y contra ella se estrella mi furia.
El labriego fue, entonces, donde la Montaña y le dijo:

— Montaña, mi ahijada desea casarse con un ser invencible. ¿Quieres casarte con ella?
— ¡Feliz sería! —Exclamó la Montaña—. La joven es buena y hacendosa y cuidaría bien de mis bosques; pero no soy tan fuerte como parezco, pues un miserable ratoncillo me roe las entrañas, y me ha hecho tantos agujeros, que temo derrumbarme de un momento a otro.
El campesino fue, entonces, donde el Ratón y le dijo:

— Señor Ratón, mi ahijada quiere casarse con un ser invencible. ¿Querrías casarte con ella?
— ¡Encantado estaría! —exclamó el Ratón—. La joven es bella, hacendosa y me traería abundantes granos, queso y golosinas para calmar mi hambre; pero más fuerte que yo es el Gato, que de un ágil salto me atrapa y luego me engulle.

— Respetable señor Gato —le dijo el labrador cuando lo halló—, mi ahijada anhela ser esposa de un ser invencible.

¿Quieres casarte con ella?
— ¡De mil amores lo haría! —dijo el Gato—. Pero hay un ser más fuerte que yo y es el perro, pues me persigue sin piedad y, si caigo entre sus dientes, me destroza.
— Señor Perro —le dijo el labrador cuando lo halló—, mi ahijada desea casarse con un ser invencible. ¿Quieres casarte con ella?
— A nadie mejor has podido acudir —dijo, jactancioso, el Perro—. La Nube vence al Sol, el Viento vence a la Nube, la
Montaña vence al Viento, el Ratón vence a la Montaña, el Gato vence al Ratón y yo hago correr y venzo al Gato. Dile a tu linda ahijada que estoy listo para casarme con ella.

Pero el labrador recibió rotunda negativa de su ahijada, pues ésta, como era una Ratita, tuvo miedo de casarse con el Perro. Haciendo un gracioso mohín, dijo a su padrino:


— Yo me casaría gustosa con el Ratón, pues en mis venas corre la misma sangre. Los dos nos entenderíamos y seríamos felices.El labrador, aún perplejo, fue donde el Profeta y le pidió que volviese a su ahijada a su primitivo estado. El cielo accedió a su pedido. Días después se realizó la boda de la Ratita con el Ratón y vivieron felices en el seno de la Montaña


EL PASTORCITO SABIO


Hubo un rey jactancioso que pretendía ser el hombre más sabio del mundo que cuando conocía a una persona, lo primero que le preguntaba era esto:
 
— ¿Quién es la persona más sabia del mundo?

— El rey es la persona más sabia el mundo —contestaban todos complacientes, porque temían al soberano.

Un día, el rey salió de paseo, montado en su brioso caballo. Al pasar por un camino, vio a un anciano que cavaba la tierra. Detuvo su caballo y llamó al viejecito.


— Viejo, ¿sabes quién es la persona más sabia del mundo? —le dijo.


— La persona más sabia del mundo es Carlos, el pastorcito de la comarca —contestó el anciano, sin saber que estaba hablando con el rey.

— ¿Qué dices? —gritó, colérico, el monarca—. ¿Crees que un pastor es más sabio que el rey?

— No conozco al rey —contestó el viejo—; pero si es más sabio que Carlos, será una maravilla.

— ¡Viejo! ¡Yo soy el rey y el hombre más sabio del mundo! —Gritó furioso el monarca, herido en su amor propio—. Busca a ese pastorcito y llévalo mañana a palacio. Si no es tan sabio como afirmas, a él y a ti os haré ahorcar.


Al día siguiente, el viejo y el pastorcito se presentaron ante el trono del rey.

— Carlos, ¿con que tú eres la persona más sabia del mundo? —dijo el soberano.

— ¡No, señor! ¡Lo único que sé, es que no sé nada! —contestó el muchacho.

— ¡Me gusta tu respuesta! —dijo el rey—. Eres modesto y por eso te perdono la vida. Pero si no contestas con acierto las tres preguntas que te haré, éste viejo amigo tuyo morirá.


— Trataré de contestarlas, Majestad, para salvar la vida de mi amigo —replicó Carlos.


— Ahí va la primera pregunta: ¿Cuántas gotas de agua hay en el mar?

— ¡Oh, rey! Detén todos los ríos y arroyos que desaguan en el mar; haz que no caiga en él ni una gota de lluvia y te diré las gotas de agua que contiene el mar.

— ¡Bien contestado! —exclamó el rey—. Ahora va la segunda pregunta: ¿Cuántas estrellas hay en el firmamento?

— Tantas, como granos de arena hay en el mar. Si vuestra Majestad puede contarlos, lo sabrá —contestó Carlos.


— ¡Me gusta tu respuesta! —dijo el rey—. Y ahora va la última pregunta: ¿Cuánto tiempo durará la eternidad?
Carlos, sin inmutarse, contestó:



— En un lejano país hay una montaña que tiene ocho kilómetros de altura. Cada cien años, un pajarito va a esa montaña y se lleva en el pico un granito de tierra. Cuando no quede más tierra en la montaña pasará recién un minuto de la eternidad.

El rey sonrió complacido. Luego, dijo:


— Esta última respuesta tuya es la mejor de todas. Eres en efecto, el hombre más sabio del mundo, no obstante tu corta edad. Cuando seas hombre cuajado y con experiencia serás más sabio aún. ¡Me doy por vencido, joven!

— Muchas gracias, Majestad —intervino Carlos—. Entonces, ¿he salvado a mi amigo, el viejo campesino?

— ¡Por supuesto! —afirmó el rey—. Tu viejo amigo ha sido salvado por tu maravillosa sabiduría. Otra cosa más quería decirte: me has dado una edificante lección. Es ingenuo creerse el hombre más perfecto, cuando hay en el mundo otros que lo son aún más.


Y, por invitación del rey, Carlos, el pastorcito modesto, se quedó a vivir en palacio, convertido en el consejero del monarca que había renunciado a ser el hombre más sabio del mundo.

EL GATO CON BOTAS


Había una vez un molinero cuya única herencia para sus tres hijos eran su molino, su asno y su gato. Pronto se hizo la repartición sin necesitar de un clérigo ni de un abogado, pues ya habían consumido todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocóel molino, al segundo el asno, y al menor el gato que quedaba.


El pobre joven amigo estaba bien inconforme por haber recibido tan poquito.
-”Mis hermanos”- dijo él,-”pueden hacer una bonita vida juntando sus bienes, pero por mi parte, después de haberme comido al gato, y hacer unas sandalias con su piel, entonces no me quedará más que morir de hambre.”-
El gato, que oyó todo eso, pero no lo tomaba así, le dijo en un tono firme y serio:

-”No te preocupes tanto, mi buen amo. Si me das un bolso, y me tienes un par de botas para mí, con las que yo pueda atravesar lodos y zarzales, entonces verás que no eres tan pobre conmigo como te lo imaginas.”-


El gato con botas
El amo del gato no le dió mucha posibilidad a lo que le decía. Sin embargo, a menudo lo había visto haciendo ingeniosos trucos para atrapar ratas y ratones, tal como colgarse por los talones, o escondiéndose dentro de los alimentos y fingiendo estar muerto. Así que tomó algo de esperanza de que él le podría ayudar a paliar su miserable situación.

Después de recibir lo solicitado, el gato se puso sus botas galantemente, y amarró el bolso alrededor de su cuello. Se dirigió a un lugar donde abundaban los conejos, puso en el bolso un poco de cereal y de verduras, y tomó los cordones de cierre con sus patas delanteras, y se tiró en el suelo como si estuviera muerto. Entonces esperó que algunos conejitos, de esos que aún no saben de los engaños del mundo, llegaran a mirar dentro del bolso.

Apenas recién se había echado cuando obtuvo lo que quería. Un atolondrado e ingenuo conejo saltó a la bolsa, y el astuto gato, jaló inmediatamente los cordones cerrando la bolsa y capturando al conejo.

Orgulloso de su presa, fue al palacio del rey, y pidió hablar con su majestad. Él fue llevado arriba, a los apartamentos del rey, y haciendo una pequeña reverencia, le dijo:
-”Majestad, le traigo a usted un conejo enviado por mi noble señor, el Marqués de Carabás. (Porque ese era el título con el que el gato se complacía en darle a su amo).”-
-”Dile a tu amo”- dijo el rey, -”que se lo agradezco mucho, y que estoy muy complacido con su regalo.”-

En otra ocasión fue a un campo de granos. De nuevo cargó de granos su bolso y lo mantuvo abierto hasta que un grupo de perdices ingresaron, jaló las cuerdas y las capturó. Se presentó con ellas al rey, como había hecho antes con el conejo y se las ofreció. El rey, de igual manera recibió las perdices con gran placer y le dió una propina. El gato continuó, de tiempo en tiempo, durante unos tres meses, llevándole presas a su majestad en nombre de su amo.

Un día, en que él supo con certeza que el rey recorrería la rivera del río con su hija, la más encantadora princesa del mundo, le dijo a su amo:

-”Si sigues mi consejo, tu fortuna está lista. Todo lo que debes hacer es ir al río a bañarte en el lugar que te enseñaré, y déjame el resto a mí.”-

El Marqués de Carabás hizo lo que el gato le aconsejó, aunque sin saber por qué. Mientras él se estaba bañando pasó el rey por ahí, y el gato empezó a gritar:

-”¡Auxilio!¡Auxilio!¡Mi señor, el Marqués de Carabás se está ahogando!”-

Con todo ese ruido el rey asomó su oído fuera de la ventana del coche, y viendo que era el mismo gato que a menudo le traía tan buenas presas, ordenó a sus guardias correr inmediatamente a darle asistencia a su señor el Marqués de Carabás. Mientras los guardias sacaban al Marqués fuera del río, el gato se acercó al coche y le dijo al rey que, mientras su amo se bañaba, algunos rufianes llegaron y le robaron sus vestidos, a pesar de que gritó varias veces tan alto como pudo:
-”¡Ladrones!¡Ladrones!

Cuando pasó el rey, éste no tardó en preguntar a los trabajadores de quién eran esos terrenos que estaban limpiando.

-”Son de mi señor, el Marqués de Carabás.”- contestaron todos a la vez, pues las amenazas del gato los habían amedrentado.
-”Puede ver señor”- dijo el Marqués, -”estos son terrenos que nunca fallan en dar una excelente cosecha cada año.”-

El hábil gato, siempre corriendo adelante del coche, reunió a algunos segadores y les dijo:
-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que todos estos granos pertenecen al Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”-
El rey, que pasó momentos después, les preguntó a quien pertenecían los granos que estaban segando.

-”Pertenecen a mi señor, el Marqués de Carabás.”- replicaron los segadores, lo que complació al rey y al marqués. El rey lo felicitó por tan buena cosecha. El fiel gato siguió corriendo adelante y decía lo mismo a todos los que encontraba y reunía. El rey estaba asombrado de las extensas propiedades del señor Marqués de Carabás.

Por fin el astuto gato llegó a un majestuoso castillo, cuyo dueño y señor era un ogro, el más rico que se hubiera conocido entonces. Todas las tierras por las que había pasado el rey anteriormente, pertenecían en realidad a este castillo. El gato que con anterioridad se había preparado en saber quien era ese ogro y lo que podía hacer, pidió hablar con él, diciendo que era imposible pasar tan cerca de su castillo y no tener el honor de darle sus respetos.

El ogro lo recibió tan cortésmente como podría hacerlo un ogro, y lo invitó a sentarse.

-”Yo he oído”- dijo el gato, -”que eres capaz de cambiarte a la forma de cualquier criatura en la que pienses. Que tú puedes, por ejemplo, convertirte en león, elefante, u otro similar.”-
-”Es cierto”- contestó el ogro muy contento, -”Y para que te convenzas, me haré un león.”-
El gato se aterrorizó tanto por ver al león tan cerca de él, que saltó hasta el techo, lo que lo puso en más dificultad pues las botas no le ayudaban para caminar sobre el tejado. Sin embargo, el ogro volvió a su forma natural, y el gato bajó, diciéndole que ciertamente estuvo muy asustado.

-”También he oído”- dijo el gato, -”que también te puedes transformar en los animales más pequeñitos, como una rata o un ratón. Pero eso me cuesta creerlo. Debo admitirte que yo pienso que realmente eso es imposible.”-

-”¿Imposible?”- Gritó el ogro, -”¡Ya lo verás!”-
Inmediatamente se transformó en un pequeño ratón y comenzó a correr por el piso. En cuanto el gato vio aquello, lo atrapó y se lo tragó.

Mientras tanto llegó el rey, y al pasar vio el hermoso castillo y decidió entrar en él. El gato, que oyó el ruido del coche acercándose y pasando el puente, corrió y le dijo al rey:
-”Su majestad es bienvenido a este castillo de mi señor el Marqués de Carabás.”-
-”¿Qué?¡Mi señor Marqués!” exclamó el rey, -”¿Y este castillo también te pertenece? No he conocido nada más fino que esta corte y todos los edificios y propiedades que lo rodean. Entremos, si no te importa.”-

El marqués brindó su mano a la princesa para ayudarle a bajar, y siguieron al rey, quien iba adelante. Ingresaron a una espaciosa sala, donde estaba lista una magnífica fiesta, que el ogro había preparado para sus amistades, que llegaban exactamente ese mismo día, pero no se atrevían a entrar al saber que el rey estaba allí.

EL LEÑADOR Y EL OGRO

El hijo mayor, tras mucho rezongar, fue al bosque a cortar algunos árboles. Pero apenas descargó unos hachazos, surgió de la espesura un ogro que se abalanzó sobre él.

– ¡Si cortas mis árboles, te mataré! –rugió el ogro.


El joven arrojó el hacha, echó a correr más veloz que una liebre, llegó jadeante a casa y contó lo que le había sucedido. El padre le dijo que era un cobarde y que a él jamás le habían asustado los ogros.


El segundo hijo fue también al bosque y le ocurrió exactamente lo que al primero. De modo que, cuando el ogro dijo:


– “¡Te mataré si sigues cortando mis árboles”, el muchacho echó a correr como su hermano, sólo que más veloz.


Su padre le reprochó por su cobardía y repitió que él en su juventud jamás se había amedrentado ante un ogro.


Al tercer día se alistó para ir al bosque el menor de los hermanos. No se enfadó lo más mínimo por la burla que le hicieron sus hermanos, y sólo pidió a su madre que le llenara el zurrón con pan y un queso. Provisto esto, el joven se puso en camino rumbo al bosque.

Llevaba un buen rato derribando árboles, cuando surgió el ogro de la espesura, quien gritó:

– ¡Si cortas mis árboles, te mataré!

Pero el muchacho no se amedrentó; cogió el zurrón y sacó el queso, al cual oprimió con tal fuerza, que hizo escurrir su suero, ante el asombro del ogro.


– ¡Si no te estás quieto, te estrujo como a esta piedra blanca! –gritó el joven.

El monstruo, creyendo que era piedra lo que el joven estrujaba entre sus manos, gimió suplicante:


– ¡Ten piedad de mí y yo te ayudaré en lo que pueda!

El rapazuelo lo perdonó con aquella condición, y como el ogro era diestro en derribar árboles, abatió varias docenas durante el día. Al llegar la noche, dijo el ogro:

– Será mejor que vengas a mi casa, pues la tuya está lejos.
UNA DEUDA DE AMISTAD

una deuda de amistad

 Cierta vez un hombre llamó a la puerta de su mejor amigo para pedirle un favor:– Necesito que me prestes dinero para pagar una deuda, querido amigo. ¿Puedes ayudarme?
El otro contestó:

– Espéreme un momento.
Y, en seguida, fue a pedirle a su esposa que reuniese todo lo que tenían, aunque no fue suficiente con ello ya que tuvo que salir a la calle y pedirles dinero a los vecinos, hasta juntar la cantidad requerida.

Sin duda, habían hecho una buena obra a favor del amigo pero, cuando aquel se marchó, el esposo se descompuso. La señora, dándose cuenta del asunto, preguntó a su marido:
– ¿Por qué estás triste, querido esposo?
Pero él no contestó y ella insistió:

– ¿Tienes miedo de que ahora que nos hemos endeudado no consigamos pagar lo que debemos?
Ante la insistencia d ela mujer, al fin, el esposo dijo:

– No, no es eso –dijo el esposo–. Estoy triste porque la persona que nos acaba de visitar es un amigo muy querido y, a pesar de ello, yo no sabía nada de su crítica situación. Solo me acordé de él cuando se vio obligado a llamar a mi puerta para pedirnos dinero prestado.


EL HERMOSO CLAVEL

el hermoso clavel

 Un rey fue hasta su jardín y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban muriendo.

 El roble le dijo que se moría porque no podía ser tan alto como el pino. Volviéndose al pino, lo halló caído porque no podía dar uvas como la vid. Y la vid se moría porque no podía florecer como la rosa. La rosa lloraba por no ser fuerte y sólida como el roble. Sin embargo, en medio de todo ese barullo, encontró una planta, un clavel floreciendo más fresco que nunca.
El rey le preguntó:

– ¿Cómo es que creces tan saludable en medio de este jardín mustio y sombrío?
La flor contestó:

– Quizás sea porque siempre supuse que cuando me plantaste querías claveles; si hubieras querido un roble, lo habrías plantado. En aquel instante me dije: Intentaré ser clavel de la mejor manera que pueda, y heme aquí, el más hermoso y bello clavel de tu jardín.

EL DIAMANTE DEL RICO

Un Hombre muy rico tenía un vecino muy pobre. Una vez, un adivino le dijo al rico que todas sus riquezas pasarían algún día a manos de su vecino.

El rico se impresiono mucho, porque era un hombre muy tacaño. Entonces vendió todo lo que tenia y con ese dinero compro un gran diamante, que escondió en el turbante con que cubría siempre su cabeza.

–  Así -dijo-  cuando me muera me enterraran con el turbante y mi vecino jamás podrá disfrutar de lo que es mío.

Algún tiempo después, el hombre rico tuvo que viajar al otro lado del río. Mientras iba en el bote, el viento, llevo el turbante, que cayo en el agua y se hundió.
Ya pueden imaginarse la desesperación del rico, al ver que su fortuna desaparecía bajo el agua. Pero luego se consoló pensando: “De todos modos, si he perdido el diamante, mi vecino nunca podrá tenerlo”.

Pero, pocos días después, el vecino pobre compro un pescado en el mercado y al abrirlo encontró el diamante que el pez se había tragado.

LA ULTIMA PERLA

Nació un niño y todas las hadas fueron a conocerlo: el Hada de la Salud, el Hada de la Alegría, el Hada de la Fortuna, el Hada del Amor y muchas otras le llevaron, cada una, una perla.

Solo un Hada no había llegado todavía para darle su regalo.
Entonces el Ángel de la Guarda, que vigilaba cerca de la cuna del recién nacido, decidió ir en su busca.

El ángel se elevo por los aires y llego hasta una casa donde estaban velando una mujer que acababa de morir. En el marco de la ventana se encontraba el hada del Dolor que lloraba en silencio. Una lagrima al caer, se transformo en una bella perla y el ángel de la guarda se apresuro a recogerla.

-Esta es la Perla del Dolor –Dijo el Ángel-. ¡Pobre del que no la tenga! Sin esta perla, las otras perlas no tendrán ningún valor, porque quien no conoce esta perla. Jamás sabrá apreciar lo que valen todas las demás.

Y el Ángel deposito la perla en la cuna del recién nacido.
Espero haya gustado este par de cuentos, con un buen mensaje a nuestro diario vivir.

EL ANILLO

Vengo maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no hago nada bien, que soy torpe, nadie me quiere. ¿Cómo puedo mejorar?, ¿qué puedo hacer para que me valoren más?
 
El maestro le dijo: -Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizá después... -Y haciendo una pausa agregó: -Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y tal vez después pueda ayudar.
-E... encantado maestro -titubeó el joven, pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
-Bien -asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba puesto en el dedo pequeño de la mano izquierda y se lo dió al muchacho, agregó: -Toma el caballo que está ahí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo. Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara, hasta que un viejito se tomó la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo.
Después de ofrecer su joya a todo el que se cruzaba en su camino, y abatido por su fracaso, montó su caballo y regresó. Entró a la habitación, donde estaba el maestro, y le dijo:
-Maestro, lo siento pero no es posible conseguir lo que me pediste. Quizá pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que pueda engañar a nadie respecto al verdadero valor del anillo.
-Qué importante lo que dijiste, joven amigo -contestó sonriente el maestro -Debemos primero saber el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. Quién mejor que él para saberlo. Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. No importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
Llegó a la joyería, el joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó, y luego dijo: -Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
-58 monedas?! - exclamó el joven.
-Sí -replicó el joyero -Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé... Si la venta es urgente...
 
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
-Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo. -Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor? Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.