EL COME LENGUA
Era una noche oscura de verano, con el calor a la cintura y el canto
itinerante de los guacos en busca de desobedientes gallinas en los
árboles.
El silencio grillolento se rompió, y no por cigarras somnolientas. Era
como el bramido de un toro, que mugía desesperado en la enturbiada
distancia. Maco se incorporó y caminó al bordo, por detrás de la
letrina. La noche era negra y estrellada, como cualquier aburrido abril
sin amoríos, con la voz de su esposa en el eco de su silencio:
Sus incrédulas esperanzas que el tío Noé pudiera atender la res terminaron cuando decidió atarse el zapato izquierdo y regresar a casa por el fusil veintidós, la lámpara de cazador y una caja de municiones.
Descendió a la puerta de golpe, sacudió la lámpara por despertar su lumbre, mientras tomaba la derechura camino al rancho de don Catarino.
Escuchó el silencio del casto eunuco mientras se cantó otra canción pero con el mismo coro:
Bajó con cuidado y recordando viejos devaneos mezclados con cesaciones del ocote congratulados por dolorosos aterrizajes. Luego estaba cruzando el río, apagó la lumbre por el conocido culto al expertaje:
Al llegar al escenario del toro intentó razonar la ecuación. El animal corría alrededor de un matorral y cada tercio de la elipse lanzaba su mortífero alarido. Maco, a oscuras se acercó a la curva del recorrido, listo para encender la lámpara que ya se había colocado en la frente. Fusil en mano, intentando definir la órbita del animal que tras media hora de trillar el pasto ya tenía marcado un carril.
Si tan solo hubiera subido su mirada, hubiera visto el misterioso alado, que desde arriba controlaba al toro con un narcotizante olor que descendía cual rocío y penetraba en la nariz al ritmo de un dispar aleteo de lechuza en el tabanco.
Era el Sacalenguas, que en su intento de variar el género escogió un toro resistente al dogma. Una vaca se hubiera dormido en minutos, y entonces suavemente hubiera descendido, le habría cubierto el cuello a doble vuelta con su serpentina jafa, apretando hasta que la lengua saliera en tamaño comercial. La degustaría y quitaría el mal sabor a rumia comiendo su tierna ubre como postre.
Los minutos de la serpiente emplumada terminaron prematuramente. Maco encendió la lámpara frontal y encañonó al toro, que reaccionó ante su ignorante embrujo a la vez que en hipérbola salió disparado hacia la finca del tío Noé. Cuando llegó al portón lanzó un alarido y otro más cuando saltó la cerca. Por el sonido de ramas rotas no se detuvo en gran distancia. Cuando tardíamente alzó la vista buscando alumbrar el ave alada se había ido, únicamente descendía su rocío y lo único que pudo rescatar fue una pluma color gris empedrado que por su pestilente olor definitivamente pertenecía al sacalenguas.
Maco regresó sonámbulo, intentando hilvanar su ruedo mientras una línea de sudor le figuró la espalda en vertical. Llegó a la casa, guardó el fusil, los zapatos y la lámpara. Rendido a tal rompecabezas se durmió y soñó que vivía en Minas de Oro.
Al día siguiente una vaca parda estaba muerta en la finca de Fidel, sin huellas, sin sangre, sin lengua.
- Ese toro está llorando, debe haberse enredado en un alambre.
Sus incrédulas esperanzas que el tío Noé pudiera atender la res terminaron cuando decidió atarse el zapato izquierdo y regresar a casa por el fusil veintidós, la lámpara de cazador y una caja de municiones.
Descendió a la puerta de golpe, sacudió la lámpara por despertar su lumbre, mientras tomaba la derechura camino al rancho de don Catarino.
Escuchó el silencio del casto eunuco mientras se cantó otra canción pero con el mismo coro:
- Ah! Catocho, de nuevo te tomó la noche en la Iglesia.
Bajó con cuidado y recordando viejos devaneos mezclados con cesaciones del ocote congratulados por dolorosos aterrizajes. Luego estaba cruzando el río, apagó la lumbre por el conocido culto al expertaje:
- Se recuerda mejor el copante con la claridad de la espuma y el ruido de las piedras.
Al llegar al escenario del toro intentó razonar la ecuación. El animal corría alrededor de un matorral y cada tercio de la elipse lanzaba su mortífero alarido. Maco, a oscuras se acercó a la curva del recorrido, listo para encender la lámpara que ya se había colocado en la frente. Fusil en mano, intentando definir la órbita del animal que tras media hora de trillar el pasto ya tenía marcado un carril.
Si tan solo hubiera subido su mirada, hubiera visto el misterioso alado, que desde arriba controlaba al toro con un narcotizante olor que descendía cual rocío y penetraba en la nariz al ritmo de un dispar aleteo de lechuza en el tabanco.
Era el Sacalenguas, que en su intento de variar el género escogió un toro resistente al dogma. Una vaca se hubiera dormido en minutos, y entonces suavemente hubiera descendido, le habría cubierto el cuello a doble vuelta con su serpentina jafa, apretando hasta que la lengua saliera en tamaño comercial. La degustaría y quitaría el mal sabor a rumia comiendo su tierna ubre como postre.
Los minutos de la serpiente emplumada terminaron prematuramente. Maco encendió la lámpara frontal y encañonó al toro, que reaccionó ante su ignorante embrujo a la vez que en hipérbola salió disparado hacia la finca del tío Noé. Cuando llegó al portón lanzó un alarido y otro más cuando saltó la cerca. Por el sonido de ramas rotas no se detuvo en gran distancia. Cuando tardíamente alzó la vista buscando alumbrar el ave alada se había ido, únicamente descendía su rocío y lo único que pudo rescatar fue una pluma color gris empedrado que por su pestilente olor definitivamente pertenecía al sacalenguas.
Maco regresó sonámbulo, intentando hilvanar su ruedo mientras una línea de sudor le figuró la espalda en vertical. Llegó a la casa, guardó el fusil, los zapatos y la lámpara. Rendido a tal rompecabezas se durmió y soñó que vivía en Minas de Oro.
Al día siguiente una vaca parda estaba muerta en la finca de Fidel, sin huellas, sin sangre, sin lengua.
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